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"Llegó el día del examen y mi madre me dijo que era mejor que suspendiese. No me podían pagar los estudios".

2 de mayo de 2014

María Lourdes Pérez, alumna sénior, nos invita a conocer cómo una niña del rural gallego, consigue ser maestra en una época donde estudiar, era privilegio de unos pocos.

"Mi primer recuerdo es de cuando tenía unos dos años y medio o tres, aproximadamente. Cogí un jarabe, que había debajo del fregadero, y bebí por la botella. Esa medicina era para las gallinas y yo empecé a vomitar en un vestido blanco que tenía un volante, en el cuello de mi padre. Menos mal que lo vomité todo, de no ser así, no estaría contando ahora esta historia.

Mi familia era muy humilde. Aunque mis abuelos eran de "casas de pan", mi abuelo materno acabó con todo. Le embargaron diecinueve fincas y la casa. Así que mis padres tuvieron que trabajar mucho para sacarnos adelante, a mí y a mi hermano.

Cuando yo tenía cinco años, nació un hermano. Pero por ausencia de médico y la asistencia necesaria, vivió unos minuto,s nada más. Venía de nalgas y traía el cordón enrollado en el pescuezo. Mi madre lloraba. Yo estaba acurrucada en la chimenea y también lloraba, supongo que porque vía llorar a mi madre y también porque no quería a aquel niño. Yo decía: " Mira que sois bobos, vais a comprarlo a la feria y lo traéis muerto". Y le tiraba por un jersey rosa pequeniño, que había sido mío, y que le habían puesto para meterlo en la caja.

Cuando cumplí siete años, nació otro hermano. Como yo era más mayor este ya lo quise, y aparentemente, estaba contenta. Aparentemente, pues, cuando llegaba la noche, mi padre ya no me cogía en el cuello, como siempre, cogía al niño y le decía: "Ven para aquí, que un hombre no es una oveja." Mi madre también estaba contenta con su niño. Mi padre le preparaba unas tazas de chocolate para desayunar y ella siempre me dejaba, en el fondo de aquella potiña encarnada, unos cachiños de pan y un poco chocolate, que me sabía la gloria.

Empecé la escuela a los siete años. Ya sabía leer y escribir algo, mi madre me enseñó en casa. El primer curso estuve contenta. Después, vino una maestra que me cogió manía porque yo iba mal vestida; no iba a misa todos los domingos porque no tenía la ropa adecuada, etc.., etc ... Yo no era su perfil de niña bonita ni aplicada. La verdad que me amargó bastante la existencia. Espero que yo a ella no tanto.

Cuando cumplí doce años, quise dejar la escuela. Supongo que no estaba muy motivada. Hoy, me sorprende como mis padres lo consintieron porque mamá era una persona que valoraba mucho el saber y la cultura. Lo que pasa que la pobre tenía tantos problemas que la sobrepasaban. Así que aprendí a coser durante unos meses. No continuamente pues tenía que ayudar a trabajar en casa lo que me mandaran: ir a recoger las vacas, apacentarlas, etc.

En septiembre de ese año, mi tío Manolo que estaba soltero y vivía en Valencia con otro hermano casado, y tenía dos hijas y un hijo, me llevó con él. Fuimos en una lambreta durante tres días, pasando los puertos de Pedrafita, Manzanal, el Alto de los Leones de Castilla, y Contraeras, entre Cuenca y Valencia.

El primer día sólo llegamos a Bembibre, al lado de Ponferrada. De noche, después de cenar, mi tío estuvo ligando con una comadrona -era muy mujeriego- y yo dormitando en la mesa, encima de las manos. Tenía miedo en la habitación, aunque estaba pegada la de mi tío.

El segundo día llegamos a Arévalo. Allí lloré mucho porque yo pensaba que Valencia estaba detrás de la Espelunca, y me parecía que me llevaban para a fin del mundo. Mi tío se preocupaba y hablaba mucho conmigo, y así fui tranquilizándome.

En la lambreta pasé mucho frío; la ropa que llevaba era muy sencilla. Pero no había otra.

Yo apoyaba la cabeza en la espalda de mi tío, y así, tira millas.

En Madrid había mucho tráfico y mi tío tuvo que apoyar los pies en el suelo para ir más despacio. La calle era un poco inclinada, y sin saber cómo, la moto empezó a irse hacia detrás -supongo que no pudo frenar pues llevaba la bolsa de la comida al lado del pedal-, y caernos. Yo caí de pie, y él debajo de la moto, pero no nos lastimamos. Vino el guarda de tráfico ofrecernos ayuda, y yo, muerta de vergüenza.

Al tercer día, llegamos a Valencia. Qué bonita me pareció. Entramos en el portal de un edificio precioso y subimos en un ascensor de hierro. Nosotros nos detuvimos en el cuarto. Se abrió la puerta y me abrazó un señor que era mi tío José María, a quien yo no conocía. También mi tía, primas y primo. En la televisión -que yo no había visto nunca- estaba bailando flamenco una chica con uno vestido de volantes y una peineta en cabeza.

En Valencia estuve desde finales de septiembre a julio. Allí mis tíos me mandaban todas tardes a aprender a coser con las Señoritas de Isasi. Eran unos modistos vascos, solteros y muy buenos profesionales que atendían a una cliantela muy distinguida. A mí me tuvieron pasando marcas con una tabla encima de las rodillas, y sobrehilando todos los meses que estuve allí.

Por las mañanas, le ayudaba mi tía a ir a la compra y a limpiar la casa. Mis primas iban a la Universidad. Estudiaban Filosofía y Letras. Mi primo iba a los Maristas. Cuando recibía una carta de mis padres me iba a llorar al balcón para que no me viesen. No porque me trataran mal, todo el contrario. Pero echaba mucho de menos a mis padres y a mi hermano.

En julio volví mi casa en un Renault Ondine, recién estrenado, con mi tío José María y su familia.

Volví a ir a coser cuando el trabajo de casa me lo permitía. Una tarde gris, de los primeros días de septiembre, estando cosiendo en casa de Carmiña de Blas -que era mi ama- con mi compañera Esperanza y llegó Marita de Picado a hacernos una visita. Ella estudiaba en la Atocha de Betanzos y nos trajo la noticia de que si iba a abrir un instituto feminimo, el masculino ya existía.

En ese momento, afloraron todas las emociones y pensamientos que estaban en mi subconsciente desde mi estancia en Valencia. Esperanza vino dormir mi casa esa noche de truenos y agua "a Dios dar". Con la ayuda de mi amiga convencí a mi madre para hablar con la maestra, Doña Maruja (a quien le estaré eternamente agradecida). Esperanza iba a la escuela con ella. Allá fuimos. Yo quería ir a ese instituto que se iba a abrir. La maestra nos dijo que faltaban sólo veinte días para el examen de ingreso. Le dijo a mi madre que memardaría, a ver que pasaba.

Yo en ese momento cumplía catorce años y no iba la escuela desde los doce. Esa misma noche Esperanza me enseñó el que era una décima, una centésima y una milésima. A partir de ese momento fui feliz aquellos veinte días en la escuela.

Doña Maruja me llenaba la libreta de ejercicios,y yo los hacía muy gustosa. Llegó el día del examen y mi madre me dijo que era mejor que suspendiese, no me podían pagar los estudios.

Aprobé con uno cinco raspado. Fui la que menos nota obtuve de todas las que íbamos de la escuela de Areas, pues las otras tres llevaban preparándose bastante tiempo. El primer curso fui andando e iba a Betanzos, dieciséis kilómetros cada día. Con la fiambrera debajo del brazo, mojada durante toda la mañana en el invierno, etc..., etc... El segundo curso pude ir en el Rápido, ya tenía una beca. Así finalicé hasta quinto de Bachillerato en Betanzos. Sexto y séptimo Laboral lo hice en la Compañía de María, en Ferrol. Allí, vivía la tía Pastora, hermana de mi padre, quien me acogió en su casa durante dos cursos.

En lugar de ir para la Caja de Ahorros o para administrativa de la Marina, como fueron mis ocho compañeras de Bachillerato Laboral, fui a estudiar Magisterio a Santiago. Para entonces mis padres estaban felices con mis estudios. Papá transportaba en el Castromil todo el que podía y así junto con la beca, podían ayudarme a salir adelante.

Trabajé dos cursos en el colegio Lestonac de Caranza, en Ferrol.

En el siguiente curso aprobé las oposiciones y tuve la suerte de ejercer una profesión maravillosa, qué me permitió trabajar con niños y niñas, de los cuales aprendí cosas que nunca más olvidaré y que me fueron tan provechosas en la vida, tanto para las emociones como para los conocimientos.

Gracias a todos ellos y ellas, también a los buenos compañeros y compañeros con quien ejercí mi profesión. Con su ayuda pude desempeñar mi trabajo con dignidad.

Ahora estoy jubilada y me acuerdo de todo eso con un sentimiento de alegría y gratitud para todos los que me ayudaron en la vida a llegar hasta aquí."

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